martes, marzo 13, 2007

un cuento

Pistolas

Entonces volvió a pasar. Ella llegó con la prisa de una tarde ausente de todo, los ojos apenas visibles tras un raro flequillo con forma de ciudad. Se bajó los pantalones y me hizo el amor. Digo me hizo porque entre el ver difuminadas sus blancas piernas desnudas y sentir que un breve temblor espasmeaba mis piernas apenas pasaron dos minutos. Ella vino, me hizo el amor y no pude entender nada.

Nunca entendía nada, la verdad. Ni ella se molestaba en explicarme o hablarme, al menos. Y no debo sentirme mal por ello ya que, salvo el mantener su flequillo tapándole perfecto los ojos, nada parecía importarle demasiado. Supongo que para ella la vida era como un fósforo encendido entre sus dedos; sabía que podía apagarse o quemarle la piel pero lo dejaba consumirse con una parca ausencia de mirada y de todo. Nada más opuesto a mi hipocondríaca visión del mundo. Quizá por eso se fijó en mí, por la cuestión aquella de los polos opuestos que se atraen, aunque lo más probable es que solo haya decidido echarse un polvo conmigo y luego otro y luego siete y seis y nueve. Todos igualitos, además. Todos sin mí.

Parada en la ventana me hizo recordar una canción. La silbé mentalmente por mi costumbre de ocultar las cosas importantes. Qué rica eres debí decirle pero en cambio silencio, malditas sean las noches desveladas con una lucecita roja como un parque entero, caminar a solas entre discos de vinilo es privilegio de pocos, menos yo. Todo eso debí decirle o al menos qué rica eres. Callé una, dos, siete, seis y nueve veces. Parada sobre la ventana dejaba que el fósforo se siguiera consumiendo. Me ardían los labios de no decir nada.

Cuando llegó la policía apenas pude recordar que la conocí en el Yacana bailando Soda Stereo. Recordé también que nunca había visto a mi abuelo y tuve una erección al bajar corriendo las escaleras mientras ella, siempre delante de mí, gritaba “más rápido, huevón”. No tuve tiempo de rescatar el cheque al portador de mi último trabajo ni el saxofón que siempre quise tener. Sí en cambio muchas pastillas azules que son las mejores cuando huyes de la policía. Eso dicen las instrucciones.


Faltaba un piso para llegar al infierno cuando el súbito deseo de ser un hombre bueno se inyectó en mi columna vertebral. La empujé con fuerza hacia el cemento y le dije esta vez será como yo quiero. La sorpresa en sus ojos brilló a través del flequillo aunque duró un segundo, quiso oponerse y un hombre bueno le golpeó la frente con un puño resucitado. No volvió a mirarme, en cambio se bajó los pantalones –esta vez lo vi clarito- y me apretó entre sus piernas como quien mata un grillo a media noche.

Al terminar, sabía que sería mi mujer para siempre y que, tras matar algunos policías, saldríamos adelante hacía un futuro lleno de luces y esperanza tal como lo manda El Señor.

¡Bang Bang! Dice el arma y todo se hace claro. ¡Bang Bang! Y su flequillo se ve hermoso entre los óleos de tanta sangre.